Mirta Yáñez
A finales del siglo pasado se cerró una etapa,
aunque todavía no estemos en condiciones de verlo y se siga dando
vueltas sobre lo mismo. En el mundo exterior, excepto para dos o tres
trasnochados editores u oportunistas catedráticos, ya se ha agotado el
gusto por la literatura de maltrecho lenguaje y aún más maltratados
temas sobre el sector procaz de nuestra realidad.
A veces los profesores insistimos, por necesidad
didáctica, en generalizaciones que aspiran a establecer tendencias.
Pero algunas burdas generalizaciones sobre la narrativa de los noventa
han ido creando un equívoco, un sobredimensionamiento. Dudo mucho que
la mayoría de los textos narrativos publicados durante esa década
confusa y atrabiliaria permanezcan en las historias de nuestra
literatura. No creo que haya sido, en general, culpa de los autores.
Quiero momentáneamente responsabilizar a las demandas del mercado que
solicitaban un tipo de escritura vendible en el exterior y que, entre
otras yerbas, comercializara nuestras miserias; quiero culpar a editores
inescrupulosos que han pretendido controlar no sólo los temas sino
hasta el lenguaje transformando los niños en "pibes" y los
carros en "coches"; quiero también culpar a una crítica
superficial que, sin jerarquía de valores nítidos, se apoyaba en esta
etapa para concurrir con ponencias a cuanto congreso se convoca por esos
mundos. Hubo desorientación, euforia poco sustentada ante textos
medianos, silencios ante líneas creativas originales, manipulación y,
en el peor de los casos, intereses mezquinos.
Nuestro brillante crítico Redonet se hubiera sentido
al menos desasosegado si hubiese tenido la oportunidad de saber que
aquella tendencia narrativa de mediados de los ochenta que él suponía
se dirigía "a reflexionar sobre la dimensión humana del
hombre", buena parte se disolvió en un "mirarse el
ombligo".
Cuando pase algún tiempo podremos ver con más
claridad que en los noventa imperó, por una parte una narrativa que
quiero llamar "callejera", apuntando al falso éxito y a la
moda, a los facilismos de mostrar de la manera más grotesca y soez
posible la sordidez de ciertas áreas de nuestro mundo real, y por otra,
una narrativa supuestamente de "experimentación" y ansias
crípticas, con una pretensión infantil de desconcertar, libros estos
últimos ante los cuales, como en la fábula del sastrecillo valiente,
pocos se atreven a decir, "ese autor va desnudo, me aburre, no
entiendo nada".
En mucha medida, y no sólo en los libros publicados,
sino en los cuantiosos envíos a concursos (por fortuna no salidos a la
luz), se notaba en los años noventa una despreocupación facilista por
el estilo, personajes mal construidos, tramas narrativas caóticas o mal
articuladas, desconocimientos elementales del lenguaje, en definitiva
pobreza narrativa y pérdida de objetivos literarios. Trasmitir una
emoción, establecer un estilo personal con rigor y gracia no fue lo
predominante en los noventa.
Quizás exagero, pero me excusa el hecho de querer
equilibrar una balanza que se ha ido demasiado del lado de la alabanza
de unos "noventa" que, en mi opinión, terminarán por pasar
con más pena que gloria. Por fortuna, durante esos años, la narrativa
aprovechó el desbarajuste para abrirse a una variedad estilística y
temática (aunque generalmente lo más novedoso no ha sido tomado en
cuenta ni por la crítica, ni por algunos de los jurados, ni por el
"consenso" de pasillo). Autores hay que no se han dejado
deslumbrar por los cantos de sirena de "representantes" ni
"buscadores de talento" y han resistido el embate siguiendo su
íntima voz interior, sin ceder, algunos escribiendo obras excelentes,
otros rumiando hasta volver a encontrar el rumbo.
Así que, lo dicho, se ha saciado una etapa. Sin
darnos casi cuenta ya andamos alcanzando la mitad de la primera década
de este siglo. Pronto empezarán los pitonisos a decir qué será será.
En estos primeros años ya se ha notado un giro
saludable hacia aquello que Redonet anunciaba: reflexionar sobre la
dimensión humana. La última novela de Leonardo Padura, La novela de
mi vida clava una buena pica en la intención de integrar lo
histórico y lo contemporáneo, sin renunciar a ninguno. Los cuentos de
Esther Díaz Llanillo recuperan la zona intrigante de lo fantástico que
tanto brillo ha dado en el pasado a nuestras letras en el pasado. Un
texto todavía inédito de Yamil Montaña insiste en el reflejo del
mundo marginal, pero tampoco desdeña el cuidado del lenguaje y la
búsqueda de originalidad. El harén de Oviedo de Marta Rojas
narra con copioso lenguaje una circunstancia del pasado y organiza un
mundo donde el lector termina por involucrarse emotivamente. Por solo
poner unos pocos ejemplos del aire de cambio que se siente ya en nuestra
narrativa y que deja atrás definitivamente las manipulaciones y falsos
conceptos sobre la mal calibrada "narrativa de los noventa".
El interés por la novela histórica se ha puesto
otra vez en boga. La posmodernidad rejuvenece este tradicional gusto por
la introducción de lo histórico concreto en la ficción al tomar como
sujetos a héroes de la cultura popular como Eva Perón o a escritores
como Virginia Woolf. En Cuba, durante todas las épocas, la novela de
tendencia histórica, en sus diversas variedades, ha estado presente.
Recientemente, los mejores ejemplos han sido Reinaldo González con Al
cielo sometidos y Mayra Montero con Como un mensajero tuyo
con su historia sobre Caruso en La Habana.
Marta Rojas ha ido pacientemente conformando una
trilogía que ella prefiere llamar "novelas de época". Las
dos primeras aparecen en los noventa como "bichos raros",
entre tanto libro tópico con "sexo, mentiras y argumentos de
película de sábado". El columpio, de Rey Spencer (primera
edición en Chile en 1993 y luego en Cuba en 1996), usa distintos
artilugios como cartas, diarios, canciones, informes de navegaciones
para dar densidad y verosimilitud a la mezcla de personajes históricos
y de ficción. Profusión de datos y conocimiento interiorizado de lo
que narra crean un hilo invisible que se lanza hacia nuestra
contemporaneidad. Y ojo con el título, esa coma que a veces queda
invisible y que posmodernamente enmascara la narración de la historia
en un "otro".
Le sigue Santa lujuria (publicada en 1998 y en
el 2000). Libro agotado a la venta. Ya se sabe que el interés del
lector por comprar no es el único medidor. Pero, por favor, dejemos a
un lado el snobismo aristocrático de tan baja estirpe como el
populacherismo: que el lector cubano se interese por un libro y decline
otros, es un elemento a tomar en cuenta. Al menos, los escritores que se
llenan de polvo en los anaqueles debieran detenerse a meditar sobre el
asunto. Y los editores también, claro. Literatura es comunicación, es
transferencia de sentimientos, es revelación de emociones compartidas.
Que un libro no se venda no garantiza para nada que se trate de una
excelencia como tampoco su opuesto. En todo caso resulta patético ese
interés en crear forzadamente una élite. Las grandes elites
auténticas han surgido por una necesidad ineludible del creador. Lo
demás es pose.
De Santa Lujuria quiero recalcar la presencia
del humor, prácticamente desalojado de nuestra celebérrima
"narrativa de los noventa", y aclaro, estoy hablando de
verdadero humor, no de pujos o banales chistes que salpicaron algunos
textos.
Con El harén de Oviedo, Marta Rojas transita
nuevamente por el camino que ha elegido y establece un diálogo entre el
pasado y el presente, entretejiendo la intriga en una textura
histórica. Con esta novela, presentada en la última Feria del Libro de
La Habana, la autora alcanza una madurez narrativa que se nota sobre
todo en el control sobre el lenguaje. Publicada en el año 2003 completa
esa trilogía que quizás continúe en futuras novelas "de
época". En realidad no se si ese sea el mejor término, incluso
temo que provoque un encasillamiento que el concepto convoca: personajes
de época, vestuario de época, lenguaje de época. Prefiero hacer una
perífrasis para decir que esta novela parte de un suceso histórico
concreto y conforma a su alrededor un mundo ficcional bien avituallado
epocalmente.
La anécdota es, efectivamente, histórica: un harén
en Cuba. Y gozosamente novelesca. Enriqueta, la principal protagonista
surge de un personaje real, al igual que su padre, don Esteban Santa
Cruz de Oviedo, asombroso señor de un serrallo de esclavas en el siglo
XIX cubano. Sus descendientes, hijos naturales de este señor, a medio
camino entre un padre amoroso y un fachendoso terrateniente con ínfulas
de sultán, deciden reclamar sus derechos de herencia capitaneados por
la orgullosa primogénita. Dividida en cuatro partes la novela narra,
tomando como hilo central los avatares de los intríngulis judiciales de
la reclamación legal de los bastardos, la vida en el harén, los
desprejuiciados aconteceres amorosos de Enriqueta, sus estudios y
refinamientos y hasta sucesos precisos de nuestra historia como la
llamada "Conspiración de La Escalera".
Marta Rojas sabe amueblar sus novelas. De manera
natural conocemos las bebidas, las canciones, los ropajes, las comidas,
todo con un verismo que no desdeña sensualidad e imaginación.
Investigadora acuciosa imprime un tono de cotidianeidad que elimina el
encartonamiento de las malas (y aburridas) novelas históricas. La
detallada recreación de atmósferas y una estructura que organiza bien
el material recopilado son dos de las virtudes de esta novela. Así
mismo el tratamiento del lenguaje. El lenguaje no se propone imitar los
vocablos antiguos, fluye sencillamente, contando una historia, con
ocasionales interferencias de un narrador que desde el presente juzga y
comenta, a veces con humor. Lo relevante para mi es que la autora logra
colocar al lector en aquel mundo. No se trata de una mera escenografía
ni una carpeta de recortes históricos, los personajes se mueven vivos,
son de carne y hueso y nos revelan emociones. Las erratas obvias o los
descuidos de sintaxis, achacables a una edición que debiera haber
enmendado esas fugas al orden gramatical, no empañan su lectura.
Algunas partes se llenan de peculiar sentido e intensidad poco vistos de
esa forma en la literatura cubana de los últimos años como el propio
capítulo dedicado a la muerte de Oviedo.
Sin estridencias, El harén de Oviedo aborda
desprejuiciadamente escabrosos asuntos. No le hizo falta a la autora
atiborrar su texto de términos groseros para contar hechos ordinarios
que pueden suceder en la narración, ni tampoco peca de puritanismos.
Algunos fragmentos dan buena fe de ello cuando con ironía y humor se
refiere al miembro viril ya caído en desgracia de Oviedo de esta
manera: "bastaba ver su pez aunque apático e incompetente".
Saturada de leer los vocablos carcelarios para las acciones sexuales,
tal si una obsesión pornógrafa hubiera atacado como un virus muchos de
los originales presentados a los concursos en Cuba, disfruto los
rebuscamientos, nada mojigatos por cierto, de Marta Rojas para la
narración de sus escenas de sexo. Ay, me preguntaba, en otras lecturas
"de los noventa": ¿dónde están los dioses que inspiraron
aquella bellísima página de Julio Cortázar en que se narra un acto
sexual todo con sugerentes palabras inventadas? ¿O el tremendo
"Capítulo ocho" de Lezama? Tal parecía que con asomarse a un
balcón de Alamar o a una callejuela de Centro Habana, en plena
vocinglería vulgar, ya se encontraba la solución para la literatura
"sexy". Y no, señores (y señoras, claro), la literatura es
otra cosa. Entre otras muchas cosas, la literatura es que cuando el
lector se pregunte al encontrar la palabra "fin" (si ha
esperado hasta ahí para interrogarse) qué me ha dejado esta novela (o
este cuento) tenga una respuesta, una inquietud, simple o compleja, pero
una huella, un trazado, algo que ha debido quedar en el espíritu (por
llamarlo de alguna forma).
En El harén de Oviedo se sigue la vida de una
mujer que, a pesar de tenerlo todo en contra, decide tomar las riendas
de su destino. Por suerte, esta es sólo una de sus lecturas posibles,
uno sólo de los trazados que deja. En más de quinientas páginas va
creciendo la intriga: ¿ganaran la pelea por la herencia estos hijos
naturales capitaneados por Enriqueta?
Eso es algo, más bien lo primero, que le pido a una
novela: que me haga querer llegar hasta el final. Lo demás, las
emociones estéticas, la sensación de que me sea revelado un fragmento
inesperado de la realidad, que la lectura me deje atisbar la conciencia
del ser humano, viene después. Pero debe venir. En El harén de
Oviedo tuve interés, emoción, sensaciones y la conciencia de que
Enriqueta no se dio por vencida. No, no nos demos por vencidos.
- El harén de Oviedo, editorial Letras Cubanas, La
Habana, 2003)
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