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Las organizaciones antirracistas, en contextos de pandemia, limitan su
alcance público, pero siguen generando conciencia, activando saberes
antirracistas y aguzando, en un contexto más hostil, la capacidad de
identificar y denunciar cualquier discrimen. Si normalmente trabajamos en
contextos y con recursos precarios, ahora no queda otra opción que reducir
la movilidad, sin desmovilizar la agenda crítica, olvidar la base social
ni a quienes despliegan las acciones concretas que definen nuestra misión
social. Es paradójico que un núcleo de activismo evite incidir en espacios
comunitarios; allí donde esa labor no tiene un impacto mediático, pero sí
una incidencia en la vida de tres o diez personas o familias necesitadas.
Si alguna de esta gente se enferma en Cuba, serán tratados sin menoscabo
de su condición racial, quizás por hábiles profesionales de su mismo color
de piel, merecedores de aplausos y honores. Antes y después del hospital
está la vida difícil en solares, barrios insalubres y albergues temporales
donde se hacina la esperanza, quinquenio tras quinquenio. Y allí se debe
ofrecer alivio, respuestas y políticas públicas que completen la ingente
labor de la medicina preventiva o el empeño intensivista. En Brasil,
Estados Unidos y Colombia habrían muerto y llenado estadísticas menos
descuidadas, pero inmerecidas. Es aquí y ahora donde el activismo
antirracista debe sumarse: la post-pandemia no augura mejoras materiales y
hay que trabajar por una equidad social más puntual que la igualdad
conocida y conquistada. Algunas organizaciones nuestras tienen ese camino
adelantado, solo bastaría unir esfuerzos y conocimientos, asumir nuevas y
buenas prácticas en labores comunitarias donde es insuficiente el trabajo
de una sola institución. Las pocas excepciones que lo hacen, indican su
factibilidad y éxito comunitario.
Activismo es también responsabilidad asumida a tiempo, solidaridad
compartida y ejercicio de preocupación consciente por gente que conocemos
o debemos conocer mejor. Es momento de mirar hacia adentro y hacia otros
colectivos antidiscriminatorios que quizás, comparten la misma
preocupación dentro de la isla. Es romper los límites impuestos a nuestra
labor e insertar nuestro trabajo donde más se necesite. Ahora solo
pensamos en aquello que depende de nosotros y en lo poco que podemos
ayudar, evitando desgastarnos inútilmente, siendo discretos en un contexto
de emergencia, identificando cualquier ruido que lleve a confrontarnos,
confundir o desmovilizar por algún tiempo nuestra agenda social.
Sobre otros colegas activistas, preguntarnos: ¿Dónde están, cuáles son sus
condiciones, cómo ayudarles, cuáles son nuestros recursos, y estos, cuánto
pueden durar? Preocuparnos por las condiciones de salud de nuestros
colaboradores y su familia: niños, ancianos y discapacitados ¿Cuán
distantes vivimos unos de otros? ¿Por cuáles razones nos moveríamos ahora,
sin transporte público? ¿Somos capaces de cuidarnos entre nosotros mismos?
¿Quiénes son los más frágiles, temerarios o descuidados que debemos
proteger? ¿Cómo nos comunicamos, qué tipo de mensajes y acciones
priorizamos? ¿Cuales iniciativas de autocuidado diseñamos ante la
pandemia? Ignorar estas preguntas es un modo de abandonar nuestros sueños
y a nuestra gente.
Hoy es clave saber adónde pertenecemos y con quien podemos contar. Las
organizaciones antirracistas surgen de una urgencia, crecen en la
insurgencia y reivindican necesidades legítimas. Su cohesión nace del
ejercicio colectivo, de propuestas transformadoras que se prueban en el
camino, de prácticas exitosas o sonados fracasos, y del respeto común
entre compañeros de viaje. No somos, ni pensamos como institución
caritativa, empresa o partido político, sino desde un potencial justiciero
que nos junta y empina sin cuotas obligatorias de fe, moneda o consigna.
Sin idealizar nuestro itinerario y asumiendo la necesaria autocrítica,
este activismo genera reflexiones profundas y produce un conocimiento que
luego compartimos y convertimos en acciones puntuales. Nuestra libre
pertenencia es orgánica en la medida que movemos un ideal emancipatorio,
desde la historia de opresión común que, una vez reconocida, decidimos
deconstruir juntos. Así convertimos experiencia e historias de vida en
herramientas de trabajo, superación y sanación, para alcanzar una
condición humana consciente y digna, gestionada por nosotros mismos.
La gestión más urgente del activismo hoy es la equidad en todas sus
emergencias posibles, ante la creciente desigualdad social. Ya sabemos por
qué el "Quédate en tu casa" no sirve a tanta gente impactada, otra vez, en
su difícil cotidianidad y vemos cómo pierden paciencia, modales y
esperanzas en la cola para comprar alimentos. Ese proceso de devaluación
es anterior a la pandemia y la trascenderá, si perdemos la perspectiva
crítica y ponemos nuestra misión en cuarentena. El mejor activismo nace en
el diálogo cotidiano y responsable con la gente de a pie y enseña que no
se deben aplazar las necesidades ni se puede bajar la guardia nunca, ni
siquiera ante la pandemia. Y que las formas de lucha cambian según el
contexto, pero no desaparecen porque las opresiones funcionan en
permanente lógica de reproducción y no se detienen. Los sexistas,
neo-racistas, elitistas, censores, depredadores y otros discriminadores
son peores que los virus, mutan y reciclan viejas tácticas. Urge
replantear la batalla, unir fuerzas, crear espacios, alianzas y
estrategias sin perder el horizonte; sin parar nuestras luchas. No vamos a
parar. Mañana será tarde.
Roberto Zurbano Torres, el Primero de mayo y 2020, en Cayo Hueso, Centro
Habana, Cuba
We Will Not Stop!
Antiracist organizations, in pandemic contexts, are limiting their public
reach, but continue generating awareness, activating antiracist knowledge,
and sharpening, in a more hostile context, the ability to identify and
denounce any form of discrimination. If normally we are forced to work in
precarious contexts and with precarious resources, we now have no other
option than to reduce our mobility, without demobilizing our critical
agenda or forgetting its social basis or those who carry out the concrete
actions that define our social mission. It is paradoxical that a nucleus
of activism does not take place in community spaces, where this work does
not have a media impact, but does have an impact on the lives of three or
ten people or families in need.
If any of these people fall ill in Cuba, they will be treated without
prejudice due to their racial condition, perhaps by skilled professionals
of their own skin color, deserving of applause and honors. Life, however,
is difficult before and after the hospital in tenements, unhealthy
neighborhoods, and temporary shelters where hope is crammed in, 5-year
plan after 5-year plan. And it is there where relief, answers, and public
policies must be offered to complete the enormous task of preventive
medicine or intensive resolve. In Brazil, the United States, and Colombia
the same people would have died, becoming less neglected but undeserved
statistics. It is here and now where antiracist activism must be joined:
the post-pandemic period does not foretell material improvements, and we
must work for a social equity that is more immediate than the equality we
know and won. Some of our organizations have taken this path; it would
only be a matter of uniting efforts and knowledge, assuming new and good
practices in community work where the work of a single institution is
insufficient. The few exceptions that do so indicate their feasibility and
community success.
Activism is also responsibility assumed in time, shared solidarity, and
the exercise of conscious concern for people we know or should know
better. It is time to look inward and to other antidiscrimination groups
that perhaps share the same concern inside the island, to break the limits
imposed on our work and to insert our work where it is most needed. We
think now only about what depends on us and how little we can help,
avoiding tiring ourselves needlessly, being discreet in an emergency
context, identifying any noise that may lead to confrontation, confusion,
or the demobilization of our social agenda for a while.
Concerning other activist colleagues, we must ask ourselves: where are
they, what are their conditions, how can we help them, what are our
resources, and how long can these last? We must worry about the health
conditions of our collaborators and their families: children, elderly, and
the disabled. How far do we live from each other? For what reasons would
we move about now, without public transport? Are we able to take care of
each other? Who are the most fragile, reckless, or neglected people we
should protect? How do we communicate, what kind of messages and actions
do we prioritize? What self-care initiatives do we design in the face of
the pandemic? To ignore these questions is to abandon our dreams and our
people.
Today it is essential that we know where we belong and whom we can count
on. Antiracist organizations arise out of urgency; they grow in insurgency
and petition legitimate needs. Their cohesion is born from collective
exercise, from transformative proposals that are tested along the way,
from successful practices or much talked-about failures, and from the
common respect among fellow travelers. We are not, nor do we think of
ourselves as, a charitable institution, a business, or a political party,
but rather as a source of righteous potential that gathers us together and
empowers us without obligatory quotas of faith, money, or slogans. Without
idealizing our itinerary while assuming the necessary self-criticism, this
activism generates deep reflections and produces knowledge that we then
share and transform into timely actions. Our free belonging is organic to
the extent that we promote an emancipatory ideal, from the history of
common oppression that, once recognized, we decide to deconstruct
together. In this way, we turn experience and life stories into working
tools, overcoming and healing, in order to achieve a conscious and
dignified human condition, undertaken by us.
Activism's most urgent undertaking today is equity in all its possible
exigencies, in the face of growing social inequality. We already know why
"Stay at home" does not work for so many impacted people, again, in their
difficult daily lives, and we see how they lose patience, manners, and
hope in lines to buy food. That process of debasement predates the
pandemic and will transcend it if we lose critical perspective and we put
our mission in quarantine. The best activism is born in responsible daily
dialogue with everyday people and teaches us that our needs must not be
postponed and our guard never lowered, even in the face of a pandemic. The
forms of struggle need to change according to the context, but do not
disappear because oppression works in a permanent logic of
self-reproduction and does not stop. Sexists, neo-racists, elitists,
censors, predators, and other discriminators are worse than viruses-they
mutate and recycle old tactics. It is imperative that we rethink the
battle, join forces, create spaces, alliances, and strategies without
losing the horizon; without stopping our struggle.
We will not stop. Tomorrow will be too late.
Roberto Zurbano Torres
May 1, 2020
Cayo Hueso, Central Havana, Cuba
Translated by George Henson
Middlebury Institute of International Studies
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