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Pancho
Kinto: Omo aña, hijo del tambor
por Elsie Carbó, 1994
En 1994 pude publicar en las
revistas Exégesis, de Puerto Rico, y Música, de la UNEAC, este trabajo
sobre Pancho Kinto. 19 años es casi como algo inédito, entonces podría
reproducirse para honrar la memoria de un talentoso artista de quien se
habla poco o casi nada en los medios, y de un buen amigo.
Por Elsie Carbó
Quiero presentarles ahora a un músico, a un legitimo hijo del tambor, el
omo aña Francisco Hernández Mora, conocido por Pancho
Kinto.
Su nacimiento ocurrió la noche del 23 de abril de 1933 en el habanero
barrio de Belén, y estuvo precedido por el eco sonoro de los batá lucumí
juramentados de Pablo Roche. Tal fue la herencia que recogió el pequeño
Pancho al llegar a este mundo en los brazos de su bisabuela Camila, sin
otra identidad que su sangre africana y sus marcas diagonales en el
rostro, como era la ancestral costumbre de su Ilé familiar en la Costa de
Oro.
Esa noche hablaron los caracoles, y desde ese instante el niño fue
consagrado a la deidad de Shangó, dios de la música y el tambor. Recibió
sobre la muñeca derecha una correa de piel con finos cascabeles, que según
las costumbres, lo protegerían a él y a sus tambores de las malas
influencias del destino. Quizás esa sea la razón por la que Pancho Kinto
cuando tocaba, sabía que su música llegaba hasta sus ancestros en Oyó, más
allá del tiempo, la luz y el Atlántico.
Este hombre, portuario la mayor parte de su vida, heredó la sabiduría
natural de aquellos príncipes que llegaron como esclavos a Cuba. Por sus
venas anda la sangre de Añadí, un respetable guerrero en su tribu que
adoptó el nombre de ño Juan en los ingenios cubanos, la de Atandá, olú
batá y escultor de tambores en el pueblo Yoruba. Se le conoció aquí como
ño Filomeno. Ambos construyeron y dotaron de fundamentos religiosos el
primer juego de tambor de batá que nació en la isla, y desde esa remota
época se escuchó el canto sagrado de la orquesta consagrada al altar
lucumí.
Se podría decir que fueron los sobrevivientes del total de esclavos que
llegaron a la América, hay un estimado de quince millones según datos que
le escuché decir al investigador cubano Leovigildo López cuando el primer
congreso Yoruba, celebrado en el Palacio de las Convenciones en La Habana.
Pero a esa fantasía que lleva a los hombres a la inspiración de ese amor
misterioso y mítico hacia la vida, a esa renovada y novedosa manera de
cantar, bailar, tocar, convertir lo palpable en espiritual y lo intangible
en vital, le rinden tributo hombres como Francisco Hernández Mora,
exponente de aquellas tradiciones que se fusionaron en nuestro continente
y cuyo resultado no es otro que el abrazo entre negros y blancos, aunque
haya grupos o castas que no lo asimilen como es.
_Yo aprendí mucho junto a Pablo, dijo Pancho en esta entrevista realizada
en 1994, cuando recién comenzaba a tocar con la flautista Janet Brunet con
quien hizo giras internacionales, grabó y filmó en Canadá. _A Pablo le
decían Akilakua, brazo poderoso, era un negro grandísimo, continúa
hablando, con toda la dentadura de oro, feo como el coño de su madre, pero
con algo especial en su personalidad.
De los históricos tambores comentó que pasaron de manos del olú batá
Andrés Roche a las de su hijo, considerado después uno de los bataleros
más grandes de estos tiempos. _Al padre de Pablo le decían el Sublime, por
la manera de percutir los batá originales africanos, hacía lo que le daba
la gana con aquellas manos. Agregó.
Paradójicamente la vida de ambos ha sido siempre una incógnita para
quienes intentan desentrañarla o buscarle un orden cronológico, como ha
sucedido casi siempre con muchos rumberos y compositores, pienso ahora en
el Tío Tom o Chavalonga, pero ese no es el tema ahora, lo que quiero decir
es que estos músicos han sido maestros e inspiración de una pléyade de
artistas cubanos y de otras nacionalidades que con suerte han escuchado
hablar de los toques de aquellos tambores que oficiaban en las ceremonias
sagradas de los panteones orichas.
De esos tambores, comentó, nacieron todos los juegos de tambores de
fundamento secreto, porque de uno nace otro, como los hijos. Entre los
batá existe dos formas, el religioso y los aberikula o judíos, que hasta
los pueden tocar las mujeres. De los batá aña consagrados antiguamente
quedan unos cuantos juegos en Cuba, pero han surgido muchos judíos, y han
perdido su carácter ortodoxo al servir en muchos casos para fiestas laicas
o para acompañar orquestas en público.
Pancho kinto tocó con esos tambores juramentados cuando en el cabildo de
Regla sacaron la procesión de la virgen, aunque fue Jesús Pérez, otro de
los alumnos de Roche, a quien le correspondió ofrecer el primer concierto
público con una orquesta de batá, un sacrilegio para muchos por aquel
entonces, y mucho más si se tratara de un acto en el Aula Magna de la
Universidad de La Habana.
No obstante, cinco décadas después de que el escritor y etnólogo Fernando
Ortiz auspiciara aquel concierto, Pancho Kinto tocó los batá en el mismo
recinto universitario para homenajear con su sonoridad la memoria de sus
antepasados.
Pancho fue un músico cubano que aprendió a quintiar desde muy niño y junto
a esto fabricaba sus tambores y cajones a su modo, inventos propios, según
decía, tocando el tumbador con una cuchara en la mano izquierda, él solo
era una fiesta de batá y cajón, yo lo ví hacer eso muchas veces en las
fabulosas rumbas que se celebraban en un solar de Campanario, donde se
reunía en sus albores el grupo Yoruba Andabo.
Ahí se da a conocer por ser integrante del grupo de Cayo Hueso, pero
Pancho venía tocando con ellos desde que eran Guaguancó Marítimo Portuario
en el puerto de La Habana. Originalmente fueron Geovani del Pino, Chang,
el Chori, Palito, Fariñas, Callava, Marino, Pancho y otros, muchos se han
ido para siempre como Pancho, a quien su inesperada muerte sorprendió a
todos el 11 de febrero de 2005.
De aquellos antológicos sarayeyeos queda el placer del recuerdo, la
agradable memoria de las controversias del quinto y el bailador de
columbia, las fraternales reyertas entre los improvisadores de guanguancó
y el magistral recital de Pancho Kinto con el batá y el cajón.
Estoy convencida que su energía sobrevuela en cada toque, en todo
escenario, de cualquier lugar del mundo adonde lleven su orquesta.
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