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DIARIO EN BABILONIA
(fragmento) 

Pedro Pérez Sarduy


CAPÍTULO UNO
EL METROPOLITANO

Cuando por fin descendimos del ómnibus que nos trajo de Bristol a Londres, sentí un alivio tremendo. Durante los noventa minutos que duró el viaje a lo largo de la Autopista Número Uno, estuve tan contraído que cuando me relajé un escalofrío recorrió todo mi espinazo. Tal vez fue, por suerte o por desgracia, que mi asiento estaba justo al lado de la puerta y constantemente me fijaba en el cuenta millas -en realidad lo que marcaba eran millas y no kilómetros, y la aguja oscilaba siempre entre las cien y las ciento veinte millas por hora. Pero bueno, llegamos, como todo el mundo esperaba, menos yo, sanos, salvos y a tiempo, gracias a la pericia del chofer que llevaba más de cinco años cubriendo la misma ruta en dos circuitos diarios cinco veces por semana, sin ningún  accidente -y eso que, aparte de llevar el timón a la derecha, el chofer manejaba por las sendas de la izquierda, como todo el mundo en este país.

       Sin embargo, esto no era nada comparado con lo que experimentaría  más adelante, cuando hicimos el primer recorrido largo en tren desde Londres a Leeds, unos trescientos kilómetros de distancia en dos horas y 10 minutos, volando sobre las paralelas a una velocidad promedio de ciento ochenta kilómetros por hora. Con razón la propaganda recién comenzada en la Gran Bretaña auguraba de que Esta es la era del Tren.

       Salimos de la estación de Ómnibus Victoria, llamada así en memoria a la famosa soberana británica Victoria I (1819 ‑ 1901), que coronada en 1837 reinó por más de sesenta años. Pero además, toda esa zona céntrica donde están la terminal de ómnibus y la de trenes exhibe cierta nobleza, sobre todo en su espíritu arquitectónico, sus amplias calles adoquinadas todavía, pequeñas plazas, parquecitos y sobre todo por sus habitantes. Una de las mayores avenidas que muere en la Terminal de Ómnibus lleva también el nombre de la legendaria reina. Otra no menos importante calle que coincide con las oficinas del Nuevo Scotland Yard, se llama igualmente Victoria Street y, a diez minutos a pie está el imponente Palacio de Buckingham, residencia de la familia real. Como si fuera poco, por la calzada de Buckingham Palace venía marchando con magnífica pompa un destacamento de la Guardia Real luciendo sus vistosos uniformes de antiguas birretinas ceñidas a la cabeza. El espectáculo nos tomó por sorpresa, sobre todo a mí, que no acababa de darme cuenta que estaba en la capital de aquél que fuera el mayor imperio del mundo, cuya monarquía se remontaba hacia mediados del siglo XVI ‑no tan antigua como otras en Europa, aunque la británica aún  mantenía  sus tradiciones vivas. 

       Pasado aquel momento volvimos a la inmediata realidad de nuestros bultos y nos encaminamos hacia la estación del Metro, también en el complejo Victoria. No salía de una y comienza otra novedosa experiencia cuando nos adentramos en una cueva en medio de la acera y empieza el descenso hacia las entrañas de la Tierra hasta encontrarnos con otra estación de trenes subterráneos que los británicos llaman popularmente the Tube, el Tubo. Pero, como se sabe, tubo no tiene el mismo sentido en todas partes. Por eso,  y quizás influenciado un poco por algunas lecturas, nunca dejé de llamar Metro al Underground  o Subterráneo, apócope para el ferrocarril Metropolitano bajo tierra. Solamente había visto algo semejante en algunas películas, pero no me imaginaba que la estación Victoria, de Londres, la primera que visitaba en mi vida, fuera lo que es, un enjambre soterrado de gentes en su ir y venir, atareadas en sus pensamientos y sus problemas cotidianos.

       Compramos los boletos en una máquina tragamonedas, por supuesto automática, donde el futuro pasajero echa una o varias monedas, según corresponda al precio del recorrido que vaya a emprender. Lo más divertido es que, en un mapa electrónico dónde se dibujan todas las líneas del Metro londinense, el ignorante pasajero presiona un botoncito en la pizarra que señala el destino hacia donde se quiere ir y la respuesta se refleja en una pantalla lumínica multicolor indicándole el recorrido y la línea o líneas del tren a tomar, incluyendo la transferencia, de ser necesaria. Esto no es así en todas las estaciones, depende de la importancia y la afluencia del público, sobre todo visitantes a la capital.

       Precisamente, la relevancia de la estación Victoria se debe a sus ramificaciones. Por ejemplo, una estación especial de trenes de superficie realiza cada cuarto de hora un recorrido directo hasta el Aeropuerto Internacional de Gatwick en apenas treinta minutos. Por su parte, la Estación de Ómnibus Victoria despacha y recibe pasajeros procedentes de todas partes en sus famosos coches Inter‑City, interprovinciales y la de trenes tiene conexión con los ferries que viajan hasta el continente europeo a través del Canal Inglés que separa la isla de Europa.

       Armados con nuestros boletos, un rectángulo de cartón del tamaño de una tarjeta de presentación, nos encaminamos a duras penas por entre la frenética multitud, que transitaba por todos los flancos, sin detenerse. Logramos introducir las tarjeticas en el tragaboletos y automáticamente las recuperamos luego de que sus tres tentáculos de metal nos dieran acceso inmediato a una escalera eléctrica de hierro que nos llevó hacia el primer círculo de lo que para mi comenzaba a ser el Infierno, a unos cien metros de profundidad.

       Llegamos a la antesala donde varias cavidades se abren hacia otras líneas de trenes. Nos fijamos en los letreros lumínicos, torcimos hacia la derecha, luego caminamos unos treinta o cuarenta metros a través de pasillos que parecían interminables, con la misma cantidad de transeúntes y esporádicos artistas ambulantes tocando con sus instrumentos todo tipo de música. Aquí, una clarinetista luchaba con el público para que le agradeciera con algunas monedas los esfuerzos que hacía interpretando fragmentos bastante apresurados de uno de los conciertos que para trompa y orquesta compusiera el genial Mozart. Sonaba extrañísimo, aunque Amadeus le hubiera agradecido de todo corazón el titánico esfuerzo que realizaba aquella joven mujer, que miraba a hurtadillas el estuche raído  de su instrumento cada vez que alguien le echaba aunque fuera una pieza de a cinco peniques, lo cual se las arreglaba para agradecerlo con un gesto simple, como si fuera movida por la mano experta de un titiritero, obligando de esta manera a que su tupida, abundante y negra cabellera cubriera casi por completo aquel encaracolado instrumento musical. Lo único  que le pude adivinar del rostro fueron sus espejuelos montados al aire que indicaban una fuerte miopía.

       Todavía con el eco de la música anterior, y zigzagueando por aquellos laberintos, un hombre y una mujer improvisaban un fugitivo jazz de aquella nostálgica década de 1960, cuando los grandes del género estaban en su apogeo, una mezcla de Coltrane y Coleman con alguna reminiscencia de Charlie Parker. Sus instrumentos eran algo inverosímiles. Dos armónicas y una reproductora estereo, de esas que los norteamericanos llaman ghetto blaster, que reproducía el compás de 4/4 de la batería para el acompañamiento. El "cepillo" lo pasaba la mujer, vestida toda de negro también. Lo único que perturbaba la monotonía de su amplia y larga saya eran los tintes de tres o cuatro colores brillantes en sus cabellos que no tuve tiempo de adivinar si habían sido rubios o pelirrojos.

       Estos artistas ‑hay que llamarlos de esta forma respetable, pues muchos de ellos realmente son verdaderamente creadores‑  responden al nombre de buskers y malviven por los recodos del Metro, donde la temperatura casi siempre es agradable, ejerciendo la antigua y honorable profesión de entretener al público. ¿Quiénes son ellos? ¿Artistas frustrados en su carrera o que no han tenido una mejor suerte en el desempeño profesional? En su gran mayoría el promedio de edad es de 30 años en ambos sexos ‑estudiantes de música sin porvenir, hijos de familias acomodadas inadaptados a su clase, visitantes de otros países que se procuran el sustento de manera decente y también los farsantes que rápidamente sucumben ante el desprecio de los transeúntes. Pero no son mendigos.

       A principios de la década de 1980 los buskers  fueron ahuyentados de la superficie de la ciudad. No todos obedecieron aquellas regulaciones sanitarias, pues a veces se les veía en plazas, parques, ferias de fin de semana y constantemente eran hostigados por la policía en las galerías subterráneas del Metro, impidiéndoles  que se ganaran la vida con cierto decoro mientras ofrecían un poco de su arte a los transeúntes.

       Tomamos de nuevo otra escalera automática y ya debíamos andar por los doscientos metros bajo tierra. El paso de los trenes comenzaba a sentirse cada vez más cerca, por arriba, por abajo, por todas partes, pero todavía no los había visto en persona.

       La gente que me cruzaba alrededor seguía apurada, a veces corriendo, siempre con algo en la mano, una caja, una jaba de plástico, un paraguas, una cartera, un libro, el periódico o una revista,  pero silenciosa, siempre susurrando. Tanta gente y tan poca bulla. Nadie grita, nadie chifla, nadie vuelve la cabeza a mirar a nadie de espaldas, nadie habla con nadie, nadie nadie con nadie.

       Por fin en la plataforma del andén. A media distancia, colgando del techo, un letrero se ilumina. Señala  la dirección hacia donde vamos y el tiempo que demorará el primer tren en llegar a nosotros. ¿Cómo lo supo? Los niños se divierten y también Jean, quién de vez en cuando despeja alguna incógnita sobre este complejo subterráneo de Londres -pero no eran aquéllos momentos para hacer más preguntas. De pronto, por un extremo del andén salía rugiendo el primer vagón-locomotora del tren con dos conductores al frente; venía  muy rápido, aunque ya frenaba y se detuvo, no sé cómo, pero se detuvo rechinando sus no‑visibles ruedas de hierro. ¡Cuántos carros! ¿Cómo cupieron todos en el andén? El convoy se detuvo firme y acto seguido se abrieron las puertas arrojando un vaho humano que fluía en ambos sentidos. Agarré a los niños por donde pude y saltamos. No era necesario, pero ¿y si el tren echaba a andar sin esperarnos? ¡No, no era posible! La guillotina. De un golpe se cerraron todas las puertas del aparato y con un ligero movimiento de caderas empieza a moverse lentamente hasta que como un bólido aquella serpiente metálica se desprendió a una velocidad nunca antes experimentada bajo tierra. Los pasajeros ni se dan por enterados. Nadie habla, solamente las vocecitas de nuestros curiosos y subtropicalizados niños. Cientos de personas  por todos lados, agarrados de lo que pueden, sobre todo de su propia soledad. Sin apenas rozarse unos a otros. Si dos cuerpos coinciden en la más ligera colisión ninguno de los dos se inmuta hasta el momento preciso en que alguien rompe lo que aparenta ser un idilio. ¿Cómo logran esa concentración? Deben utilizar un método especial de yoga. Me imagino que uno llega a habituarse. Si tocas a alguien o alguien lo hace, la casi ininteligible  frasesita de disculpa que salva todo tipo de situación "I’m sorry!" o simplemente "Sorry!" se hace imprescindible. "Disculpe" por aquí, "disculpe" por allá. Me doy cuenta de que el tren va disminuyendo su velocidad hasta que se detiene, pero no hemos llegado a ninguna estación . "Es que están dejando pasar otro tren que sale de la estación que debe estar cerca", me dice Jean al oído. ¡Y si se equivocan?  "A veces sucede, pero con muy poca frecuencia", fue todo el consuelo. Arranca nuevamente y en menos de treinta segundos estamos efectivamente en la estación. El mismo procedimiento. Olas humanas que se entretejen. Se cierran las puertas. Logramos que los niños se sienten. Jean también. Echa a andar otra vez. Nuevos pasajeros. Todos parecen iguales, menos la gente que no tiene la cara pálida, la gente de color. Seguimos así por cinco o seis estaciones más y empecé a sudar. La gente me miraba asombrado. No, nadie me miraba. Nadie más que yo sudaba. Llegamos. Yo descendí primero en medio de otra avalancha multirracial, con todo tipo de indumentaria y con los más diversos bultos, maletas, cochecitos con niños envueltos en frazadas, instrumentos musicales. ¿Tocarían en el tren? No, eso no. No hay espacio.

       La estación de King's Cross, literalmente la Cruz del Rey, es casi peor aún que la de Victoria. Allí convergen cinco líneas que se interconectan entre sí, además de otra estación de trenes, del mismo nombre, que brinda servicio al norte y noreste del país. Para hacer transferencia uno tiene que caminar como un topo varios cientos de metros a una profundidad considerable. ¿Cómo pueden respirar tantas personas al mismo tiempo aquí abajo? ¿Y los niños? Ni por enterados se daban. Yo sentía claustrofobia. Quería salir de allí lo más rápido posible. Me distraje pensando en que durante la Segunda Guerra Mundial el laberinto del Metropolitano londinense sirvió de refugio antiaéreo contra los prolongados ataques de la aviación hitleriana. Más de 30 000 personas murieron en aquellos bombardeos que destruyeron parte de la ciudad. ¿Cuántas vidas se salvaron por aquella centenaria obra de ingeniería subterránea. Pero no dije nada hasta meses después, cuando me acostumbré a la vida de topo, llegando hasta disfrutar el paseo en el tren subterráneo. Es así, uno se acostumbra a todo, a lo bueno y a lo malo, con tal de preservarse a sí mismo y a los suyos.

       Era más o menos las cinco y media de la tarde, el rush hour, la hora pico en que la gente sale del trabajo. Afuera hacía frío pero se me había olvidado. Todo el mundo parecía ocupadísimo con sus periódicos y revistas comentando ensimismados el tema del día: los rehenes norteamericanos en Irán. Pero no leían. Era un pretexto para mirar otra cosa que no fuera a un ser humano. Se entretenían inventando respuestas en los crucigramas, ese estúpido pasatiempo para la hora del transporte colectivo. Era como conjugar el verbo crucigramar en tiempo presente y en todas las personas: yo crucigramo, tú crucigramas, nosotros crucigramos, ellos crucigraman. Se leían el pensamiento mirando al vacío. Pero, ¿cómo mirar la nada con tantas cosas para mirar, aunque fueran anodinas? En definitiva los ojos estaban bien ubicados para cumplir su función. Por lo menos que miren los anuncios publicitarios con sus pedazos de piernas y manos femeninas poniéndose un par de medias de nylon; botellas de whiskies bebiendo hombres, ajustadores para señoritas con propiedades erotizantes, comarcas residenciales en lugares ideales para adultos en edad de retiro, seguros de vida que los muertos no habrán de cobrar, diversas ofertas para complejos modelos de inversiones financieras y algún que otro letrero patrocinado por la Policía Metropolitana, discretamente ubicado en un recodo del vagón, alertando sobre cualquier paquete abandonado:

CUIDADO, PUEDE SER UNA BOMBA!     

       Todos miraban algo, lo que no se podía adivinar era qué cosa, o si en realidad miraban algo. Cuando llegaban a las estaciones se liberaban por un rato de esa incómoda preocupación de mirar la nada y se disponían a sortear gentes, esquivándose unos a otros como en un juego de rugby. La guillotina por fin y esta vez el tren arrancó con  exacta precisión.  Acto seguido empezamos el vertiginoso y ansiado ascenso a la superficie a través de otra escalera automática, pero más antigua, de madera. Se me ocurre mirar hacia atrás, mejor dicho hacia abajo, y por poco me caigo. El vértigo se apoderó inesperadamente de mí. Apreté con todas mis fuerzas el pasamanos, que también rodaba. No, eran las escaleras las que giraban -o ambos. Ascendíamos verticalmente, o era la impresión que tenía. Cerré los ojos, los abrí y miré hacia la espalda de la persona que tenía enfrente.

       Una vez en el vestíbulo de la pequeña estación entregamos el boleto ponchado al inicio de la travesía. Una mujer lo verificó rápidamente y nos vimos en la calle, en un barrio llamado Camden Town. Lentamente el corazón comenzó a recuperar su ritmo habitual, aunque la taquicardia no se me quitó por completo hasta que llegamos a casa de los amigos que esperaban nuestra llamada telefónica para irnos a recoger y me tomara una copita de whiskey escosés.

CAPITULO DOS
SI NO HUBIERAN EXISTIDO LOS BLANCOS...
 

       Al llegar mi turno en la aduana del aeropuerto internacional de Gatwick, una mujer rubia de verdad, mediotiempo y con ningún interés de pretender ser simpática en su departamento de atención a los aliens o extranjeros, examinó meticulosamente mi pasaporte arcando sus espesas cejas y mirándome fríamente para corroborar si el de la foto era yo mismo. Inspeccionó la visa, instruyó a su computadora con alguna clave que indicaría mi procedencia de un "país comunista", pero pienso que le habrá respondido: "todo en orden" y al no encontrar obstáculo para dejarme pasar me soltó un "¿Y ustedes pueden viajar con ésto?" "Ustedes", son los cubanos, sin lugar a dudas y "ésto", mi pasaporte ordinario cuyo, también ordinario color gris, a decir verdad, no ayudaba mucho. Yo también pensaba que mi pasaporte debería ser de color magenta, ámbar, turquesa ya que Cuba es un país soleado casi todo el año, rodeado de un verdeazulísimo mar. Ella tenía razón. Pero, ¿se trataba realmente de ese detalle o de las implicaciones que traía consigo tal connotación? No valía la pena en ese preciso momento responderle como yo me imaginaba que se merecía. Todavía no estaba entrenado para responder a las ironías de los británicos. Eso necesitaría un aplicado entrenamiento in situ que implicaba, desde luego, conocer más su cultura. 

       "¡Desde luego que sirve para viajar, Señora!", le dije suavemente, con híbrido acento antillano, acompañando aquella afirmación con la mejor de mis sonrisas prefabricadas. Todo muy bien ensayado. Me devolvió el pasaporte luego de estampar el cuño estipulado, a la vez que me advertía algunos reglamentos formales que debía cumplir durante las próximas setenta y dos horas ante la Comisaría de Policía más cercana al domicilio donde iba a residir.

       Salimos del recinto climatizado del aeropuerto para enfrentarme por primera vez en mi vida a un aire acondicionado natural que rondada los cuatro grados centígrados bajo cero. Mi tropicalizado safari de mangas largas y el jersey de lana por encima de la camisa fueron reducidos inmediatamente al ridículo. Jean, que se había aclimatado completamente al trópico sintió mucho más que yo el cambio de temperatura. Habíamos salido de Cuba bajo un invierno caribeño que marcaba 30o C el segundo día de enero.

       Mientras, los niños con apropiada ropa invernal se desprendieron a correr y se estrecharon en un cerrado abrazo con sus abuelos, quienes por haber comprobado el bálsamo caliente del Caribe en las dos ocasiones en que habían estado en Cuba, sobre todo el de Santiago de Cuba en pleno mes de julio, nos trajeron abrigos, bufandas, gorros, guantes y hasta un bendito termo de café con leche bien caliente. Luego de las primeras emociones del re-encuentro y colocar nuestro equipaje en el maletero, nos acomodamos en el auto de mis suegros y partimos hacia la carretera.

       El trayecto del aeropuerto de Gatwick hasta Keynsham, pequeño poblado muy cerca a la ciudad portuaria de Bristol, al suroeste de Inglaterra, es extremadamente pintoresco. A través de sus pequeñas ciudades, pueblos, comarcas y hasta aldeas se puede apreciar una auténtica arquitectura rural con sus casas de piedras o ladrillos con techos de tejas de barro o lajas de pizarra extraídas de las minas de Gales; de vez en cuando se divisa alguna de esas fabulosas mansiones de la nobleza del período Tudor, con sus techos de paja, construidas con enormes travesaños de maderas preciosas, pintados de negro, incrustados en forma de X en la mampostería blanca, acentuando el contraste del inmueble que ha sobrevivido con altanería los embates de los siglos. Y efectivamente, aún estaban alli; algunas de esas residencias señoriales estaban en manos de sus herederos, otras se habían convertido en museos, preservadas todas a nombre el Patrimonio Nacional.

       Hicimos un alto en un paraje donde se podía estacionar cómodamente al lado de la carretera y decidimos beber una buena taza de café con leche y pasteles caseros. Yo fui el único que salió del carro para aspirar el aire frío del campo de enero y disfrutar de la merienda.

       Era mi primer viaje al extranjero y todo era absolutamente novedoso para mí. Inglaterra y el Reino Unido de Gran Bretaña me eran sinónimos y Londres lo sintetizaba todo. Me fascinaba la idea de estar en una ciudad que conocía, entre otras referencias por los cuentos de Charles Dickens y Conan Doyle y soñaba con envolverme en la bruma que había imaginado desde que escuchaba en el viejo RCA Victor de mi abuela paterna, los episodios dominicales de Sherlock Holmes; el Londres donde viviera y trabajara Karl Marx durante sus más de treinta años de exilio en este país. Ardía en deseos de pasearme por los sitios donde algunos de mis escritores ingleses favoritos hicieron época –Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë, las otras novelas de sus hermanas, Charlotte y Anne; el retiro campestre de William Blake, las casonas donde vivieron John Keats y T.S. Elliot, y muchos otros grandes poetas de otros países, en fin, esas cosas que un estudiante de Letras sueña con poder conocer algún día. Y por supuesto, mi fantasía lo había ubicado todo en Londres, que para mí era Inglaterra y Gran Bretaña al mismo tiempo.

       Sabía que los británicos manifestaban obsesión por el clima, al igual que los cubanos, pero por temperaturas diferentes y debo admitir que en los meses sucesivos que siguieron a mi llegada también lo fue para mí. Mucho me habían hablado de la importancia que los británicos prestan al té, que curiosamente no es un producto nacional, sino que tienen que importarlo de la India y otras antiguas posesiones asiáticas y africanas. El té constituye el combustible que hace mover a los británicos.        

      Nunca entendí por qué detestan el agua potable. Es realmente pura, ¡sin cloro! En Gales, por ejemplo, es tan suave el agua que la espuma que produce el detergente en el fregado de la vajilla, el jabón y la gelatina en la ducha o la bañadera cuesta un esfuerzo adicional para hacerla desaparecer. Es simplemente deliciosa y cristalina. Aún así la prefieren adulterada y caliente, porque al contrario de lo que muchos en otras latitudes hayan imaginado, casi nadie bebe té a las cinco de la tarde, sino durante todo el tiempo, en todos los sitios y bien caliente, lo que los británicos llaman "a good cup of tea", una buena taza de té.  Uno se acostumbra, desde luego. Por mucho café a la cubana que traté de tomar al principio y en las ocasiones en que los británicos tomaban su té, mi patriótica infusión resultaba absolutamente inadecuada, ridídula. Además, la forma de beber expresso es una exquisitez mediterránea para los británicos, una delicatessen exótica y reservada, en ciertos establecimientos, para un paladar extranjero. Por otro lado, la cafeína es mucho más fuerte y contraindicada beberla en las cantidades y con la frecuencia con la cual los británicos beben su té. Y por si esto fuera poco,  es muchísimo más caro y, por último no hay organismo humano que resista beberse en una jornada matutina un litro de café a la cubana o como dicen los italianos expresso. ¡Ni los turcos ni los etíopes! Sin mucha alternativa, decidí unirme con muy buenos resultados al fabuloso vicio de tomar té donde quiera que se me presentara la ocasión; además té con leche, una mezcla absolutamente popular y por demás eminentemente británica. Cuando el frío se siente de verdad, en lo primero que se piensa es en un líquido abundantemente caliente y con buen sabor (con o sin azúcar) que te llene el radiador casi congelado para seguir andando. Así fue como me subí yo también al carro de los teteros.

       El entusiasmo generalizado de los británicos por la jardinería era otra de las aficiones de la cual tenía referencias, pero no había podido imaginarme hasta qué punto.

       Cuando rompió la primavera, más o menos tres meses después de nuestra llegada, el país entero se vistió de jardín con jacintos, rosas, camelias, tulipanes y gladiolos de muchos colores; los campos se poblaron de florecillas silvestres amarillas, blancas, lilas que daban la impresión de una policromada alfombra. Es la época del año en que los vecinos se saludan, el estado de humor de la gente cambia radicalmente y hasta te sonríen gratuitamente. Y no es para menos. La belleza del paisaje es espectacular. Tal y como aparecen en las postales y los almanaques.

       Pues, sí, la jardinería y los animales domésticos, sobre todo los perros, son dos entretenimientos que solamente a los británicos se les ocurre mantener casi intuitivamente al mismo tiempo, y además, lo hacen muy bien, porque hasta los perros apenas ladran, aunque la caca sus amos la dejan para los basureros. Existen sus extremas excepciones, por supuesto, y bastante serias. Mientras que por un lado hay interesantísimos programas en la radio y la televisión sobre todo lo relacionado con la jardinería, anualmente se celebra un concurso de belleza canina llamado Crufts Dog Show, donde se premia la obediencia, la belleza de la raza y por supuesto alguna que otra gracia de los canes. En cualquier aldea, no faltan la juguetería, los supermercados y las tabernas -que en lo adelante las llamaré por su nombre típico, pub. No muy lejos puede estar la clínica privada para perros y gatos; al frente nos encontraremos una tiendecita bien surtida para las mascotas; un poco más allá, muy bien decorada por cierto, entre la oficinita de correos y el estanquillo de revistas, periódicos y otras chucherías, otro comercio para todas las faenas de la jardinería.

       Esto último se comprende perfectamente, en primer lugar por el benigno régimen de lluvia que proporciona un terreno fértil que se refleja en un verdor muy intenso en montañas y praderas en un país con grandes períodos grisáseos, con las excepciones anuales de la primavera y un verano que no da mucho tiempo a saborear, incluyendo a veces algún que otro mes de julio o agosto en que no es prudente salir a la calle desabrigado. Aparte de las peculiaridades del impredecible clima británico, durante el corto verano, cuando hace buen clima y anochese pasadas las diez, es fabuloso. Todos los colores que salieron a flote y brillaron durante el día, se apagan lentamente, en silencio.

       La idolatría canina contribuye a reforzar la teoría de que el amigo más fiel de los británicos sigue siendo este animal. Siempre y cuando esté bien entrenado, porque los hay que son verdaderos verdugos. Por otro lado, la práctica del deporte constituye también uno de los grandes placeres británicos, sin que ni el clima ni otras condiciones adversas lo impidan. Desde dardos, cartas, ski en seco, criquet, tenis, canotaje, golf, ciclismo, bingo, alpinismo, natación, equitación, caminatas y maratones, además del imprescindible fútbol, son algunos de los pasatiempos físicos bajo techo y al aire libre a los que están adscritos los británicos los doce meses del año. Ultimamente ha comenzado la moda de los ejercicios aeróbicos.

       Hay valores metafóricos que tradicionalmente se le acuñan a ciertos pueblos o grupos étnicos a los cuales por exageración o ignorancia se les identifica fácilmente con ellos. Mientras que a unos se les conoce tradicionalmente por una supuesta pereza, otros son notorios por su constante jocosidad, tendencia al baile, al jolgorio y al placer de comer, que no significa glotonería. Otros son conocidos por su exagerado sentido de la puntualidad en sus actividades o, en el caso al que habré de referirme, por su educación formal, razgos bastante racionales y que por consiguiente preocupa muchísimo a los británicos, inclusive a los más antibritánicos que aunque quisieran no dejan de ser británicos y se consuelan definiéndose así mismos como un ‘pueblo racista por instinto y dado a un taciturno sentido de la violencia’. Con el tiempo cada cual puede sacar sus  propias conclusiones de esto último y también de que la famosa flema británica no es una patología endémica sino un adiestramiento clasista, categoría que los británicos dominan bien, pero que se cuidan de que siga siendo solamente una categoría, abstracta por demás.

       No obstante, no es difícil encontrarse con personas muy mal educadas en un país que se vanagloria por mantener en mucha estima los valores éticos. Aun así, la regla es que son formalmente muy educados aunque sean racistas por instinto ‑y cuando digo racista me refiero a todo lo que no sea English y por extensión British. Quizás teniendo esto en cuenta, lo primero que aprendieron a decir nuestros dos hijos, de manera compulsiva, fue "Yes, please" y "No, thank you", para todo.

       Las primeras semanas fueron un verdadero tormento para la pequeña Sahnet y el varón Ilmi, acostumbrados ambos a un régimen de vida más relajado, informal, me atrevo a decir que demasiado informal y relajado. El teorema abrumó tanto a nuestra niña que para quedar bien decía, por ejemplo: "Abuela, podrías darme un vaso de agua yespleasethankyou, con cuya ingeniosa fórmula todos echábamos nuestras carcajadas que provocaba una justificada ira en aquella niña de apenas cinco años.

       En Gran Bretaña, la mayoría de los párvulos lo primero que aprenden es a ser formal y convencionalmente educados en ese principio de la cortesía, aunque con el tiempo esa educación se les vaya para cualquier otra parte del cuerpo, pero no hay dudas de que la semilla se les inculca desde temprano.

       Por supuesto, la clase social a la que se pertenezca es un incentivo para la calidad de la pedagogía infantil. Cuando uno de los vecinitos de la casa de mis suegros tocaba a la puerta y  yo le abría, sin cruzar aún el umbral me decía con su tímida vocecita casi apagada: "¡Buenos días Tío Pedro, puede Ilmi jugar conmigo?" Yo, por supuesto, me quedaba perplejo solamente de pensar en los amiguitos de nuestros hijos en La Habana, quiénes, con escasas excepciones, cuando abría la puerta, la regla casi generalizada era un "¡Ilmi está?"

       Ahora bien, el reverso adulto de esta moneda es la indiferencia de los británicos. En un diario londinense que se ocupa de homicidios, escándalos y esos bretes leí que en un edificio donde vivían varias familias de clase media se cometió un crimen pasional que había sido presenciado por varias personas, ninguna de las cuales actuó en consecuencia para evitar el asesinato.

       En el descanso del segundo piso de un edificio de apartamentos en un conocido barrio londinense yacía una mujer semidesnuda sobre la cual estaba un hombre vestido con menuda ropa deportiva y cubriéndola casi por completo. Una, dos, tres ... casi cinco personas pasaron por encima de lo que aparentaba ser un inusitado y erótico romance matutino, pero sin dar muestras de interés alguno. Solamente se inclinaban para musitar el inofensivo e insípido "Excuse‑me, please!"  y levantaban la pierna para no perturbar a la pareja en lo más mínimo. Cuando los inspectores en homicidios de The New Scotland Yard comenzaron las pesquisas del asesinato, uno de los transeúntes de la escalera que testificó dijo que él había pensado que la pareja estaba haciendo el amor y que, por supuesto, nunca se le ocurrió intentar prestar atención a lo que ocurría a sus pies. Respecto a los quejidos, otro de los inquilinos dijo luego, ante la Corte, que supuso eran de placer y que nunca había imaginado que fueran los lamentos de la moribunda que estaba siendo rematada con un agudo punzón.

       Este aparente aspecto reservado se hace trizas completamente durante la víspera de Año Nuevo, sobre todo cuando suenan las doce campanadas y te sorprende en la calle, digamos en una zona abierta como es la famosa Plaza de Trafalgar -sitio obligado para turistas y diletantes ocasionales, con la napoleónica estatua del manco Almirante Nelson en la cima de una enorme columna corintia  de 184 pies de altura, símbolo de su victoriosa batalla en 1805 sobre las flotas reunidas de Francia y España cerca del estrecho de Gibraltar. Cuando esto sucede en la céntrica plazoleta del Almirante Nelson, una euforia envolvente hace borrar todos los prejuicios habidos y por haber. La gente se lanza en brazos desconocidos, te desean un Feliz Año Nuevo y con la misma te estampan un beso en cualquier parte de la cara. Si estás dentro de un omnibus, el chofer se detiene y canta y te abraza y el otro que está en su auto se siente obligado a claxonar -nunca antes se claxona en Gran Bretaña y quien lo hace corre el riesgo de que le pongan una severa multa y tenga que soportar la alarmante curiosidad de quiénes te rodean- y estás obligado a tomarte cualquier trago que se te ofrezca y si te derraman cerveza o cualquier otra bebida en la cabeza empapando tu ropa invernal lo menos que puedes hacer es otro tanto con la primera o el primero que se te ponga al alcance, aunque sea a través de otro automóvil, que por demás, a nadie se le debe ocurrir subir las ventanillas, aunque esté nevando, so pena de que te hagan añicos los cristales. Hasta los policías sonríen. Y es que el alcohol es el líquido maravilloso que elimina las múltipples inhibiciones británicas.

       Esto ocurre exclusivamente el 31 de diciembre en el sitio donde estés despidiendo el año o te sorprenda el Año Nuevo. En la primera ocasión que tuve una experiencia semejante venía con un grupo de amigos repartidos en dos autos y el embotellamiento nos sorprendió precisamente frente al famoso Palacio de Westminster, sede del Parlamento, a orillas del Támesis, en cuya torre principal está ubicado el mundialmente famoso Big Ben que marca la hora exacta del Meridiano 75 de Greenwich ‑un distrito de Londres, situado hacia el extremo sureste del río y donde los forasteros suelen tomarse fotos con las piernas a cada lado de la línea divisoria que marca los dos meridianos.

       En esa ocasión los fuegos artificiales comenzaron a estallar y nuestro grupo, comlpuesto por varias nacionalidades, aunque todos con vínculos latinoamericanos y caribeños, hizo un brindis en voz alta por la prosperidad de nuestro querido y atribulado continente, y con el aliento congelado y algunas buenas copas de rioja tinto en las venas, menos los pobres choferes, empezamos a gritar vivas para la América Latina y el Caribe, acompañados con algunos adjetivos que hacían más fuerte nuestras exclamaciones. Quienes escucharon y nos entendieron se unieron a nosotros y de nuevo los abrazos, los brindes y hasta algunas lágrimas se mezclaron con la copiosa nieve que nos caía encima y dijimos mil cosas, tan altas como el bullicio de la multitud, el claxonar de los autos o el resplandor de los lindos fuegos artificiales que estallaban caprichosamente en aquella blanca Navidad y comienzo de 1982.

       Hablar en alta voz es síntoma de mala educación y muy característico de lo que no sea eminentemente British. El inglés de los ingleses no está concebido para alzar la voz, no digo gritar. Imagínense alzar la voz con la semilla de una aceituna en la lengua. Los británicos susurran al hablar. Cuando usted escucha alguien que aumenta sus decibeles, podría ser un nacional que no responde a las normas establecidas o un alien mediterráneo, un francés o italiano … o de cualquier otro lugar, menos un británico, porque de serlo, todo el mundo a su alrededor echaría un vistazo silencioso desaprobando esa conducta.

       La paciencia de los británicos es otro aspecto que en realidad uno valora con justicia. Un ciego puede cruzar una calle sin avisar, que a pesar de los constantes embotellamientos, puede alcanzar la otra acera y llegar sano y salvo sin que se escuche el fotuto de un vehículo. En principio, el peatón tiene preferencia siempre y cuando cruce la calle por la cebra.

       En Gran Bretaña todo es paciencia, principalmente a la hora pico, cuando las colas de autos alcanzan varios kilómetros, sobre todo en las grandes y medianas ciudades. Por otro lado, los eternos contendientes de los británicos, los franceses, se burlan de los anglos porque según los continentales, los isleños hacen cola para todo. Por su parte, los británicos muestran su casi eterna paciencia enfatizando los malos modales de los anarquistas franceses. Lo más divertido de esa inmemorial querella en la que tienden a despreciarse  mutuamente, mitad en broma y mitad en serio, es que siempre hacen todo lo posible por hablar con un acento espantoso el idioma del otro cuando se visitan. Ir de un país a otro a través del Paso de Calais, es a veces más fácil que de una ciudad a otra dentro de la isla y la vía será aún más rápida cuando se ponga en explotación el Chunel  antes de que concluya el siglo XX.

       A pesar de todo, los británicos tienen una extrema inclinación a tomar las cosas con mucha calma, menos cuando van a un estadio de fútbol, primer deporte nacional -el otro es el críquet, que nada más entienden los británicos y los antiguos súbditos de los territorios que otrora fueran colonias de la corona.

       Si se trata de un encuentro con otro equipo extranjero, todos los buenos modales desaparecen y se bestializan a tal punto que las fuerzas represivas de la ley y el orden se ponen en zafarrancho de combate. El criquet, es un deporte para aficionados con cierto tipo de distinción, más sedado.

       Durante la temporada futbolística profesional cada vez que hay encuentros los fines de semana la policía patrulla las estaciones de trenes y las terminales de omnibus interprovinciales neutralizando a los buscapleitos.

       Las medidas se han acrecentado luego de que la Asociación Europea de Fútbol sancionara indefinidamente a los atletas británicos a participar en eventos continentales debido a la tragedia de 1985 en el estadio de Heysel, Bruselas, en el cual perecieron 35 fanáticos del equipo belga Juventus al desplomarse parte de una gradería, incidente provocado por una reyerta en la que participó una turba de ingleses que apoyaba a su famoso equipo Liverpool.

       Aunque según los especialistas la conducta de estos pendencieros conocidos como hooligans  ha mejorado, debido en parte al  sofisticado equipo de monitoreo de circuito cerrado de televisión en los estadios de fútbol y sitios aledaños, entre otras drásticas medidas, lo cierto es que las broncas entre fanáticos rivales y los enfrentamientos con la policía continúan, exacerbados por la forma incontrolada en que ingieren bebidas alcohólicas, principalmente los jóvenes. Por mucho que los barones del fútbol en Gran Bretaña han intentado persuadir a la Asociación Europea de este deporte para que levanten sus sanciones, todavía a mediados de 1988 un grupo de fanáticos ingleses acusados y juzgados en Bélgica por los hechos dramáticos en el estadio de Heysel, estaban en proceso judicial y en espera de la sentencia, al mismo tiempo que la sanción impuesta a los ingleses se mantenía vigente. Por parte de los belgas y demás aficionados del continente europeo, persistía el mismo resentimiento hacia las hordas británicas que habían vuelto a hacer de las suyas ese verano en Alemania Occidental.

       Dicen muchos que es un problema de clase y aunque sea el deporte que más identifica a los británicos, siempre lo relacionan con the working class, la clase obrera. El criquet es, pues, su comprapartida. 

       Sabía también que los británicos eran propensos al colonialismo.

       ¡De la que nos salvamos!, porque de lo contrario, si hubieran conquistado La Habana en 1762, ahora hubiéramos pertenecido a la Mancomunidad Britática de Naciones -el Commonwealth, que literalmente se traduciría como "bienestar común", lo cual no se ajusta exactamente a las mejores intenciones- y por el hecho de ser una posesión británica, tal vez Cuba no hubiera sido sancionada con el embargo de los Estados Unidos, implementado a principios de la década de 1960. Así que podemos echarle la culpa del bloqueo a los ingleses.

       Este afán de querer seguir siendo un imperio con todas las de la ley lo pude apreciar durante la crisis en la primavera de 1982 entre Gran Bretaña y  Argentina, en el centenario litigio por la soberanía de las islas Faklands, para los ingleses y Malvinas para los argentinos y el resto de los latinoamericanos. Un lugar del que muchos británicos no tienen la menor idea de dónde está geográficamente situado. Algunos lo único que sabían hasta ese momento es que hay algunas calles que se llaman Falkland Road, Falkland Avenue o Falkland Park Avenue.

       El más barato espíritu chovinista se fortaleció durante las pocas semanas que duró el conflicto en aguas del Atlántico Sur, sobre todo cuando el 2 de mayo de 1982 el submarino nuclear británico Conqueror hundió al crucero argentino General Belgrano con la pérdida de 368 vidas. Esta fue la primera de las grandes bajas de esa guerra librada por  Gran Bretaña a ocho mil millas de navegación de sus farallones.

       Cuando la noticia se divulgó en Londres se le dijo al público que el Belgrano estaba fuera de la llamada Zona de Exclusión que comprendía  doscientas millas alrededor de las islas Malvinas y fue creada el siete de abril de ese mismo año con la intención de prevenirle a Argentina de que cualquiera nave que se aventurara dentro de esta zona sería hundido.

       El día veintitrés de ese mes, la orden había sufrido una enmienda: "cualquiera embarcación fuera de la zona sería hundida si constituye una amenaza para el destacamento naval británico."

       Cuando se conoció la noticia, los diarios sensacionalistas, que en su totalidad están dirigidos hacia las clases populares, incluyendo en primer lugar a esos obreros y empleados que veneran el fútbol, celebraron el acontecimiento con grandes titulares de júbilo. El más original y divulgado fue el que apareció en el matutino THE SUN que utilizó uno de los vocablos más comunes en la jerga infantil y deportiva, pero con doble sentido y que se ajustaba a las circunstancias de aquel conflicto bélico. Con una foto del navío de guerra argentino, mortalmente herido, a media página y a toda columna se podía leer un enorme GOTCHA (o "got you", "te agarré, "te sorprendí") que perfectamente se podría traducir al español como   TE JODIMOS.

       Este sentimiento chovinista fue dramáticamente exacerbado durante aquellas semanas de la primavera de 1982 confundiéndolo con las mejores expresiones de patriotismo y que transparentó aquella otra proverbial divisa, al parecer anónima, pero muy British que dice:

       "Si no hubieran existido los blancos, que se hubieran hecho los negros."

       En esa ocasión los argentinos, como latinos que son al fin y al cabo, por primera vez les tocó desempeñar el papel de "negros".

Tomado de Diario en Babilonia, La Habana 1983 (inédito)

From an unpublished diary, Journal in Babylon, 6/02
www.lajiribilla.cubaweb.cu/2002/n60_junio/1465_60.html

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