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DESDE MI BALCON: DOCE
PARRAFOS DE MEMORIA
CONTRA LA PANDEMIA DEL OLVIDO
(SEXTO ROUND, donde parece que tiro la toalla),
Roberto Zurbano, 25/6/2020
Esperé anoche que en su emisión estelar el Noticiero Nacional de
Televisión diera la noticia. Solo para verificarla y escuchar la versión
oficial que, lamentablemente, no llegó: ha muerto un joven negro de 26
años, producto de dos disparos que un policía hizo cuando el occiso
escapaba. Todas las versiones descartan accidente y fuego cruzado, solo
hablan de un crimen policial. Muchos lo relacionan con aquel otro que
impactó al mundo recientemente. Más allá del contexto y las razones, se
impuso la muerte. Poco importa que sea raro este tipo de noticia en Cuba y
que los medios oficiales dejen correr las especulaciones y no se
pronuncien a tiempo. Lo cierto es, repito, que
murió un joven negro
asesinado. Su sangre empieza a calentar la rabia de parientes y amigos que
piden justicia y de gente impactada que preguntamos sobre esta muerte
inoportuna, huérfana de explicación en noticieros y hasta sin cuerpo, pues
fue rápidamente cremado.
¿Cómo se explica que, en medio de un contexto global altamente racializado
y politizado, un policía dispare contra un hombre desarmado? No conozco
los procedimientos policiales cubanos, pero sí la forma en que la policía
trata a los jóvenes negros porque fui joven y sufrí maltratos; algo que
las organizaciones antirracistas denunciamos mucho. En algún momento se
coordinó un encuentro con autoridades policiales para discutir este
asunto, pues el CENESEX había logrado un acuerdo con ellos que parecía
alentador. El nuestro nunca tuvo lugar y aun es necesario porque los
jóvenes del interior, que en su mayoría integran la policía cubana,
desconocen los códigos urbanos de una capital donde otros jóvenes tan
negros, mestizos y blancos como ellos se convierten, por obra y gracia de
las llamadas figuras delictivas, en sospechosos de los delitos que los
policía aprenden en un listado de Academia. En el caso de negros y
mestizos el listado tiene un efecto lombrosiano que lo torna abusivo. Me
consta a mí y a mucha gente negra que compartimos horas de carpetas y
calabozos de estaciones de policía donde juraría que el 80% no merecíamos
estar allí.
Pero estoy hablando de casi veinte años atrás. Hace pocas semanas un
policía cubano moría a manos de un delincuente. Esto crea un ambiente
negativo entre las fuerzas del orden público que les recuerda su
vulnerabilidad y supongo que enfurezca algunos. En medio de una situación
pandémica que genera muchas tensiones e indisciplinas sociales, también se
disparan las alarmas sobre cualquier desacato o violencia callejera. Trato
de relacionar ambas miradas para explicarme los minutos previos a esta
muerte irrebatible, producto del nerviosismo o la frustración de un
policía que quizás se convierta en legítima defensa; pero esa muerte
seguirá siendo escandalosa y se convertirá en el fantasma de un viejo
reclamo ciudadano, apenas escuchado.
Poner el oído en el pecho de la ciudadanía pasa también en no reclamar a
los jóvenes negros más que a otros, sólo porque llevan trenzas u otras
modas. En el imaginario social los delincuentes negros siguen siendo más
que en las propias estadísticas. Sus vidas están más cerca del prejuicio
racial y más lejos de trabajar en atractivos negocios privados o asistir a
la universidad. Validar tales prejuicios y procedimientos afecta la
plenitud de estos jóvenes y les empuja un poco hacia el abismo
socio-económico que hoy aparece ante sus ojos. Hay que cerrar esa puerta
hacia la frustración social y dotarlos de herramientas que reparen su
autoestima, ofrecer capacitación primero y luego, oportunidades que
provoquen una transformación al interior de esos grupos de muchachos que
parecen perdidos, pues el tren de las oportunidades que pasó más cerca de
ellos fue durante la llamada Batalla de Ideas, donde pocos subieron al
último coche: las universidades municipales que graduaron miles de
jóvenes, a pesar de la resistencia de una clase profesional cuyos hijos
accedían a los mejores preuniversitarios y carreras universitarias.
Tener una mirada crítica sobre lo que sucede fuera del país y otra mirada
esquiva sobre lo que sucede aquí adentro sobre un mismo tema, genera
incoherencia a la hora de poner a dialogar el discurso local con el
global. La cuestión racial ha quedado relegada a una competencia inútil
con Estados Unidos. Eso provoca un desenfoque sobre nuestra real situación
racial. En otra parte hablé de los usos y abusos de la muerte de George
Floyd en América Latina, que refuerza la ceguera con que tratamos al
racismo local e impide distinguir los racismos que tienen lugar en Brasil,
México, Costa Rica, Colombia, Francia, Inglaterra y también en Cuba. Es
vergonzante no saber reconocer nuestros propios entornos racistas y el
daño que el discrimen deja entre cubanos. Ese error se comete a diario y
alimenta un monstruo llamado colonialidad, donde las viejas opresiones no
ceden su lugar, sino que se renuevan, mezclan y sofistican por encima de
cualquier ideología.
Activistas y organizaciones antirracistas llevamos treinta años alertando
sobre complejos procesos sociales que tienen lugar en Cuba bajo la
discriminación racial, ellos atraviesan transversalmente la sociedad
afectando negros, mestizos y blancos, aunque no en igual medida. Estos
fenómenos comenzaron, antes del Periodo Especial, con la disección crítica
de un malestar entre la población negra. Si bien la crisis económica de
los noventa deteriora muchos valores sociales, justamente ese periodo
generó acciones y proyectos antirracistas que denunciaron el modo en que
las nuevas tendencias económicas e ideológicas impactan la población
negra, quien pagaría un mayor costo social y bajaría sus niveles de
igualdad social. Las demandas elaboradas por las organizaciones,
comisiones y asambleas antirracistas celebradas en los años noventa del
siglo XX y en la primera década del XXI, fueron olímpicamente
desestimadas. El activismo antirracista comunitario fue forzado a replegar
su labor en nuestros barrios difíciles. El horizonte utópico de esta
población casi desapareció y en las batallas cotidianas fueron, en un alto
por ciento, los perdedores.
Buena parte de los criminales cubanos, dentro y fuera de las cárceles, se
clasifican como negros. Muchas de estas personas han cumplido penalidades
muy altas, incluso, pena capital. Eso impacta psíquica y socialmente la
joven población negra, aunque sea difícil de medir en los tantos estudios
sobre racialidad en Cuba, donde no se habla de la resistencia de un grupo
social tratando de expulsar el racismo de sus vidas; a veces negándolo y
otras aceptándolo, unos lo reproducen y algunos lo combaten, pero todos
van solos en esa pelea contra los demonios racistas. Falta una práctica
(ciudadana, gubernamental o ambas) que aligere esta carga social y
proponga curas responsables a corto, mediano y largo plazo para articular
una nación inclusiva, menos dolorosa.
La muerte del joven Hansel Ernesto Hernández Galeano a manos de un policía
en La Habana, Cuba, no es un crimen racista en sí mismo, pero es innegable
la carga racial que acompaña el itinerario de carencias que accidentaron
la malograda vida de su víctima, su entorno social y su bajo nivel de
expectativas. Todo eso empujó la rabia ciega de un policía que disparó
contra otra rabia que el disparo no mató. Al final, Hansel es una especie
de arquetipo agónico en el actual drama cubano. Él no debió morir, pero su
destino lo empujó a una muerte que ni siquiera le miró a los ojos. Me
recuerda personajes negros como Maria Antonia y Andoba, de los dramaturgos
Eugenio Hernández y Abraham Rodríguez. Tragedia familiar y agonía social
que no clasifican para protestas mundiales, ni resuena con el impacto
mediático de vidas negras afroamericanas. Se cierra el telón, se apaga una
vida y asistimos a un entierro imposible, como de semilla en primavera.
En Cayo Hueso, Centro Habana, Viernes Santo, 25 de junio y 2020.
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