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¿Por qué marchar un 27 de noviembre?
Culpables de ser dignos, 30/10/2006 Más que víctimas del colonialismo español, los ocho estudiantes de Medicina son mártires de nuestra nacionalidad, del sentimiento independentista En la tarde del jueves 23 de noviembre de 1871, los alumnos del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana se dirigían hacia el anfiteatro de San Dionisio, contiguo al Cementerio de Espada, para su clase de Anatomía. Entre ellos comenzaron a tirarse piedras. El presbítero Mariano Rodríguez, capellán de la necrópolis, les reconvino y amonestó. Ese día faltó el profesor. Los muchachos se pusieron a jugar en la entrada del camposanto. Cuatro de ellos cogieron el carro destinado a transportar cadáveres a la sala de disección. Y uno arrancó una flor del jardín... Dos días después, a primera hora de la mañana, el gobernador político español Dionisio López Roberts, se personó en el Cementerio de Espada. En ausencia del capellán lo atendió el celador, Vicente Cobas. Acto seguido, acompañado por el inspector de policía Manuel Araujo, se presentó en el aula de segundo año para detener a sus alumnos como presuntos profanadores de la tumba de Gonzalo Castañón, furibundo partidario de la colonia española, fallecido meses antes en un duelo irregular. A Cobas, un insistente rumor popular lo señala acusadoramente como el difamador soplón. Solo la actitud viril del profesor Juan Manuel Sánchez Bustamante -"yo respondo de la conducta de mis alumnos, entre ellos no hay ninguno capaz de realizar actos de tal naturaleza", sostuvo dignamente-, impidió la detención. López Roberts insistió en el aula de primer año: allí el profesor no fue tan valiente y los 45 estudiantes fueron arrestados. Solo un sanitario del Ejército español, quien asistía de oyente y fue dejado en libertad, y tres ausentes, se salvaron de ir a prisión. El juicio Se constituyó un Consejo de guerra, presidido por el coronel Alejandro Jaquetot e integrado por 15 capitanes, con el comandante Mariano Pérez como fiscal. Como defensor se designó al capitán Federico Capdevila. De acuerdo con la tradición oral, un primer veredicto fue rechazado por los paramilitares partidarios de la colonia española, el llamado Cuerpo de Voluntarios. Según testimonio del capitán español Nicolás Estévanez, "la sentencia, por benigna, exasperó a las fieras, a los voluntarios brutales y carnívoros, que se amotinaron". El segundo dictamen los satisfizo. Se "quintó" a los detenidos y se
fijó en ocho las condenas a muerte: Alonso Álvarez de la Campa (La Habana,
1855), por arrancar la flor; Ángel Laborde (La Habana, 1853), Anacleto
Bermúdez (La Habana, 1851), José de Marcos Medina (La Habana, 1851) y Juan
Pascual Rodríguez (1850), por jugar con el carro de los cadáveres. Los
restantes se seleccionaron por sorteo: Eladio González (Quivicán, 1851),
Carlos de la Torre (Camagüey, 1851) y Carlos Verdugo (Matanzas, 1854),
quien se encontraba en su ciudad natal el jueves 23 por lo que no podía
haber tomado parte en la pretendida profanación. Pero fue fusilado con los
demás. Lo interesante de este juicio no es solo las desproporcionadas sanciones ante el supuesto delito, sino que ni siquiera este pudo probarse. El capellán del cementerio aclaró entonces -y hasta su muerte no cesó de afirmar- que las rayas en el nicho de Castañón (la pretendida profanación), cubiertas por el polvo y la humedad, "las he visto desde hace mucho tiempo y por lo tanto no pueden suponerse hechas por los estudiantes". Por su honestidad, el presbítero fue separado en aquel noviembre de su cargo por las autoridades españolas. "Nunca jamás en mi vida -exclamó Federico Capdevila en el juicio durante su alegato de defensa-, podré conformarme con la petición del caballero Fiscal que ha sido impulsado, impelido, a condenar involuntariamente, sin convicción, sin prueba alguna, sin hechos, sin el más leve indicio sobre el ilusorio delito, que únicamente de voz pública se ha propalado." Un juicio tan amañado como este, con acusaciones no probadas y severas condenas, ¿no nos recuerda otro proceso reciente por el que cinco compatriotas todavía están presos en cárceles norteamericanas? Convictos de cubanía Gracias a los tenaces esfuerzos de Fermín Valdés Domínguez, se probó irrefutablemente años después que nunca se profanó sepulcro alguno. Incluso con el testimonio de la familia de Castañón se fundamentó esta aseveración. Para Jorge Lozano Ros, actual asesor de la Oficina del Programa Martiano, "jurídicamente siempre fueron inocentes del delito de profanación, pero al mismo tiempo eran convictos de cubanía y a los ojos de los voluntarios españoles eran moralmente culpables por ello. José Martí, en el periódico Patria, en el mes de noviembre de 1893, da una lección extraordinaria del hecho. Siguiendo la lección martiana, tenemos que analizarlo en su entorno extraordinario". "Hay que recordar que el ancho de la calle Mercaderes era la línea divisoria entre la reacción, acomodada en el asiento del Capitán General en su palacio de la Plaza de Armas, y el Convento de Santo Domingo, sede de la Universidad de La Habana y del Instituto de Segunda Enseñanza, donde ya latía el germen de la cubanía." En aquellas aulas predominaban las ideas independentistas, argumenta Lozano: "De una matrícula no mayor de 400, veinticuatro alumnos cayeron en la guerra del 68, trece eran de Medicina, ocho de Derecho, dos estudiaban para dentistas y uno cursaba Farmacia. Solo enumeramos a los caídos en combate, no a todos los incorporados. Y sin contar a los ocho mártires del 27 de Noviembre". La vocación patriótica de la Universidad continuó. "En la guerra del 95 -señala Lozano-, se duplicó el número de estudiantes que cayeron luchando por la independencia, llegando a un total de 48, 18 de Medicina, 18 de Derecho, siete estudiaban Farmacia, cinco aspiraban al título de cirujano dentista. Por eso es que planteo que si, moralmente, los estudiantes de 1871 se sentían cubanos, como Martí habló de ellos en el discurso de Los Pinos Nuevos, jurídicamente no fueron profanadores." Los españoles buenos Si los voluntarios de La Habana, representantes del sistema bárbaro y explotador de la colonia en Cuba, cometieron el crimen, otros españoles estuvieron a la altura de la dignidad humana. Ahí está el generoso Capdevila, como lo describió Martí, que donde haya españoles verdaderos y haya cubanos, tendrá asiento mayor. Abogado de oficio, ante el único consejo de guerra celebrado -los documentos hallados en la península evidencian que no fueron dos consejos, sino uno solo-, en un discurso que recordarán siempre los cubanos, defendió a los 45 estudiantes del primer año de Medicina y sintetizó la dignidad humana en aquel momento." "Había dicho otro español, Nicolás de Estévanez, en conversación coloquial, que el ejército español por su hidalguía no permitiría el fusilamiento de los jóvenes. Y cuando sonó la primera de las cuatro descargas que, de dos en dos, fusilaban a los estudiantes, fue para Estévanez como la llamada de una campana a su alma. Salió a la Acera del Louvre, la más concurrida de La Habana, y allí públicamente y en voz alta condenó el crimen. Así lo contó en sus memorias." Los mártires abakuá La tradición oral afirma que junto a los ocho estudiantes de Medicina, aquel día también habían muerto cinco negros, pertenecientes a una potencia abakuá. "En esta fecha del 27 de noviembre -explica Lozano-, están unidos en la historia los universitarios blancos y los negros que se inmolaron por rescatarlos. La cultura abakuá no permite la mentira y de generación en generación ha mantenido la veracidad de ese hecho. Uno de aquellos negros era hermano de leche de Alonso Álvarez de la Campa. Quizás ese motivo lo indujo a la inmolación y a arrastrar tras de sí a sus compañeros." Lozano cita a Ramón López de Ayala, capitán de voluntarios que mandó el cuadro de ejecución de los estudiantes: "Unos negros -escribió a su hermano, que se encontraba en el Ministerio de Ultramar-, dispararon sus armas de fuego contra un grupo de voluntarios de artillería, a cuyo teniente mataron. Los atacados arremetieron inmediatamente contra los negros y en aquel punto fueron despedazados los cinco autores de la agresión". Otra anécdota parece corroborar esta historia. Relata Lozano: "En el Cementerio de Cayo Hueso (Estados Unidos), se erigió un obelisco en homenaje A los mártires de Cuba. Allí, entre los nombres destacados, junto a los de Céspedes y Agramonte, se encontraban los de los ocho estudiantes de Medicina y alguien de apellido Campa. Al preguntar Martí, supo por los patriotas del Cayo que era un emancipado de la familia de Alonsito Álvarez que había organizado un grupo de abakuás al rescate de los estudiantes de Medicina". "Hubo muchos abakuás de Cayo Hueso que militaron en el Partido Revolucionario Cubano. Siguieron a Martí y se incorporaron a la guerra, con la divisa ‘Tendrás Patria y bandera’, en diversas expediciones." Martí y sus hermanos muertos Para José Martí, más que víctimas del colonialismo español, los estudiantes de 1871 son mártires de nuestra nacionalidad, del sentimiento independentista, para quienes siempre están abiertos "los brazos de la Patria agradecida", como señaló en su poema A mis hermanos muertos. Bien los conocía el futuro Apóstol. Anacleto Bermúdez, uno de los fusilados, colaboró con él en la redacción y distribución de El Siboney, una de las publicaciones de marcado espíritu subversivo en que se involucró el entonces joven Pepe en 1869. El mismo Fermín, en el 95, llegó a ser coronel mambí. Alfredo Álvarez, otro de los sancionados a cárcel, cayó en combate dentro de las filas independentistas. A sus hermanos muertos, nuestro Héroe Nacional dedicó toda una saga de artículos, notas, reseñas; fueron referencia en más de un discurso. Y en su más conocida pieza periodística sobre ellos (Patria, 28 de noviembre de 1893), afirmó que la gran lección que dieron, "la que levanta el ánimo y se recuerda con más gozo, es la capacidad del alma cubana, de aquella misma porción de ella que parece tibia u olvidadiza o inerme, para alzarse, sublime, a la hora del sacrificio, y morir sin temblar en holocausto de la Patria". Tomado de: http://www.bohemia.cubaweb.cu/2006/10/30/historia ***
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